«Salió el sembrador a sembrar…» (Lc 8,4–15)
Contexto
La primera de las pláticas de este volumen la pronuncié en Renania, el año 1962, con ocasión de la celebración de una primera misa, el domingo de sexagésima, antes de cuaresma. El manuscrito, durante mucho tiempo olvidado, cayó en mis manos por pura casualidad, justamente cuando estaba rumiando el proyecto de publicar esta recopilación. Pude comprobar no sin sorpresa que se acoplaba perfectamente con la línea de pensamiento de los demás textos y que mis ideas se habían mantenido constantes a través de todos estos años de hondos cambios y profundas agitaciones. Me ha parecido, pues, oportuno abrir con ella este volumen.
Todavía seguían confluyendo las gentes hacia Jesús cuando predicó la parábola del sembrador y la semilla, pero ya habían aparecido las primeras sombras del desengaño y de la desilusión en el grupo de los suyos. La parábola alude, en efecto, a la incredulidad de hombres que oyen pero no escuchan, que miran pero no ven. Así, pues, para entonces había quedado ya perfectamente claro que, aunque las muchedumbres se seguían agolpando en torno al Señor, estaban en el fondo descontentas de él. Que no querían, en realidad, un Mesías que predicaba y curaba, que era bueno con los pobres y los débiles y era incluso uno de ellos, sino que deseaban algo completamente diferente: al héroe que avanza al toque de trompetas y persigue a los enemigos; al rey prodigioso que convertiría a Israel en el país de Jauja, en una especie de maravilloso paraíso de opulencia y bienestar. Ya en aquel momento era patente que la mayoría de los que le acompañaban eran sólo seguidores sin raíces y sin hondura, que le abandonarían apenas asomara el menor peligro.
En la tribulación y el desaliento
En esta situación de los primeros desengaños, del incipiente desaliento de los discípulos, predicó Jesús la parábola. Porque incluso los discípulos, los doce que el Señor había congregado en torno a sí como su círculo más íntimo, se andaban preguntando: ¿En qué acabará todo esto? ¿Qué dará de sí una obra que se reduce a palabras y a algún que otro prodigio? ¿Cómo se producirá la salvación de Israel si se limita a predicar, a decir palabras y a curar de vez en cuando a personas sin influencia y sin importancia? ¿Si se va reduciendo a ojos vistas el pequeño grupo de los que le son fieles, si está cosechando fracasos bajo la forma de una predicación cada vez más claramente rechazada y de una hostilidad cada vez más viva en los círculos influyentes?
En este contexto de impugnación, de dudas, de creciente desánimo, alude Jesús al sembrador de cuyo trabajo procede el pan que alimenta a los hombres. También sus obras, esas obras decisivas de las que depende la vida de los hombres, parecen una empresa sin esperanza. Son muchos ciertamente los peligros que se ciernen sobre el crecimiento de la simiente: el terreno estéril y pedregoso, la cizaña, las inclemencias del tiempo, todo parece conspirar para que fracase su trabajo. Debe recordarse aquí la situación — tantas veces casi desesperada — del campesino de Israel, que arranca su cosecha a una tierra que a cada instante amenaza en convertirse en desierto. Y aun así, aun admitiendo que son muchas las cosas hechas en vano, también debe saberse que hay siempre semillas que llegan a sazón, que crecen, a través y a despecho de todos los impedimentos, hasta dar fruto, y que merecen una y cien veces las fatigas que se les han dedicado. Con esta indicación, Jesús quiere decir que todas las cosas que producen fruto verdadero empiezan en este mundo por lo pequeño y lo escondido.
También Dios se ha sometido a esta regla en su actuación sobre la tierra. Dios mismo entra de incógnito en este tiempo del mundo, se presenta bajo la figura de la pobreza, de la debilidad. Y las realidades de Dios — la verdad, la justicia, el amor — son realidades escasamente presentes en este mundo. Pero aun así, de ellas viven los hombres, de ellas vive el mundo, y no podría subsistir si no existieran. Y seguirán existiendo, cuando ya hayan desaparecido y hayan sido olvidados desde mucho tiempo atrás los que más vociferan, los que más presuntuosamente gesticulan. Eso es lo que quiere decir Jesús con su parábola a los discípulos: esta cosa tan pequeña que se inicia con mi predicación seguirá creciendo cuando haya desaparecido hace mucho tiempo lo que hoy presume de ser importante.
De hecho, volviendo ahora la vista atrás, tenemos que confesar que la historia ha dado razón al Señor. Han desaparecido los grandes imperios de aquel tiempo, sus palacios y edificios yacen sepultados bajo el polvo del desierto. Han caído en el olvido los hombres importantes y famosos de aquel tiempo o se encuentran a lo sumo, como figuras muertas del pasado, en las páginas de los libros de historia. Pero lo que ocurrió en aquel ignorado rincón de Galilea, lo que inició Jesús con aquel pequeño grupo de hombres, con aquellos insignificantes pescadores, esto se ha mantenido en pie, sigue siendo permanente actualidad en nuestros días: su palabra no ha pasado, sino que hasta este momento sigue siendo proclamada en todos los lugares de la tierra. La palabra ha madurado, a pesar de toda su debilidad y a despecho de los poderes que, según las previsiones humanas, deberían haberla sofocado sin remedio.
Sembradores de la palabra hoy
En esta hora en que nos encontramos se repite una vez más la historia del sembrador. Un joven se pone a disposición del Señor de la palabra, parahacer de sembrador. Y así se ha pronunciado también en nuestra hora la parábola de Jesús, la palabra de aliento, de esperanza y de gracia. Todos sabemos que también hoy, y precisamente hoy, se están produciendo ataques contra la fe, ataques que pretenden sorprendernos y desbordarnos con su prepotencia, de tal modo que tenemos que preguntarnos: ¿No ha sido todo en balde? ¿Cómo podrá resistir el débil poder de la fe frente a los gigantescos poderes de este mundo? ¿No quedará desgarrado y triturado bajo la presión de los poderes universales del ateísmo? ¿No debería simple y lisamente darse por vencido ante la técnica y las ciencias, dotadas de tantas capacidades y conocimientos? ¿No deberá sencillamente capitular ante el egoísmo y la codicia, que han alcanzado tan inmenso poder que ya no es posible mantenerlos a raya? Y podemos preguntar: ¿Tiene sentido ser hoy día sacerdote, sembrador de la palabra? ¿Es que no existen para un joven vocaciones o profesiones con mayores perspectivas de éxito, en las que poder desplegar mejor sus talentos? ¿No es todo esto algo ya irremediablemente superado? ¿No pertenece ya al pasado el tiempo en que las gentes acudían a las iglesias? ¿No estáis viendo con vuestros propios ojos — oímos decir — cómo todo se desmorona, lenta pero inexorablemente? ¿Por qué os aferráis a una posición perdida?
Pero la verdad es que Dios sigue recorriendo de incógnito la historia. Sigue ocultando su poder bajo el velo de la impotencia. Y los valores divinos, los verdaderos, la verdad, el amor, la fe, la justicia, siguen siendo las cosas olvidadas y desvalidas de este mundo. Pues bien, a pesar de todo ello, esta parábola nos dice: ¡Tened ánimo! La cosecha de Dios crece. Aunque sean muchos los simpatizantes que se escabullen apenas lo consideren oportuno. Y por mucho que sea lo que se ha llevado a cabo en balde y vanamente, en alguna parte, de alguna manera,
llega a sazón la palabra. También hoy. Tampoco hoy es inútil que haya hombres que tengan la osadía de pregonar la palabra, de ponerse del lado y al servicio de la palabra. Que se atreven a oponerse a la avalancha, al torrente del egoísmo, de la codicia, de la incontinencia, y alzan un dique para detenerlo. En algún lugar madura en el silencio su sembrado. Nada es en balde. En lo oculto, el mundo vive del hecho de que siempre ha habido quienes han creído, quienes han esperado y amado.
Parece, por supuesto, muy a menudo que el sacerdote, el sembrador de la palabra, intenta defender una posición perdida. Que es un fracasado, tal como hoy nos ha hecho saber la epístola a propósito de Pablo, continuamente enfrentado a situaciones desesperadas. Pero del mismo modo que Pablo, en medio de toda su debilidad y de los embates, pudo experimentar siempre con feliz sorpresa la magnificente bondad de Dios, que hizo de él, a pesar y a lo largo de una serie de catástrofes verdaderamente angustiosas, un hombre henchido de optimismo, pleno de esperanza inquebrantable y de alegría, también el sacerdote podrá, en medio de todos los desengaños, experimentar con gozo profundo que los hombres viven, en una hondura protectora y cobijadora, de su pobre y débil servicio. Que de esto vive el mundo. Y que en medio de una siembra, a veces descorazonadora, la cosecha de Dios crece.
Advertir la cercanía de Dios
De este modo, a través de la parábola del sembrador, el Evangelio nos ofrece al mismo tiempo una imagen del sacerdote, a quien descubre la grandeza y la miseria de su servicio. Y es también, a una con ello, una buena señalización del camino que en este momento emprende nuestro amigo. Es asimismo una palabra de aliento para todos nosotros, los que avanzamos, en este tiempo que nos ha tocado vivir, a través de los embates dirigidos contra la fe: nos enseña,
en efecto, a advertir, en medio de toda esta hostilidad, la cercanía de Dios y a estar henchidos de gozo, con la certeza de que, a pesar de todo, también mediante nuestra pobre fe y nuestra oración, crece la cosecha de Dios en el mundo y que lo oculto y escondido es más poderoso que lo grande y vocinglero. Y es, en fin, una palabra de advertencia que nos debe mover a reflexión. No resulta, en efecto, tan fácil hacer, a partir de este Evangelio, tranquila y limpiamente la siguiente clasificación: Nosotros somos los que estamos del lado de Dios; los «otros» son los que no permiten que su palabra prospere. ¿Quiénes son estos «otros»? Debemos preguntarnos, con total y absoluta honestidad, si no pertenecemos también nosotros, en una buena medida, al grupo de los «otros». Debemos examinar si nos encontramos también nosotros entre aquellos de quienes Jesús dijo que no tenían suficiente profundidad, o que son como la roca, que no permite echar raíces. O si tal vez pertenecemos — así debe seguir nuestro interrogatorio — a los que Jesús llama veletas, que no saben resistir, sino que se dejan simplemente arrastrar por la corriente del tiempo, entregados al «se», a la masa; que se preguntan únicamente qué «se» dice, qué «se» hace o qué «se» piensa, y nunca han llegado a conocer la excelencia de la verdad, por la que merece la pena enfrentarse al «se».
¿No formamos parte acaso demasiadas veces del grupo de aquellos en los que la simiente fue ahogada por los abrojos de las preocupaciones o de los placeres? ¿O nos contamos entre aquellos de quienes Jesús dice que en realidad la palabra no ha entrado en ellos, porque en cuanto la oyen viene Satanás y se la arrebata? ¿Es decir, entre aquellos que no sintonizan con la longitud de onda de Dios, porque el ruido del mundo ha adquirido tal volumen que ya no pueden percibir lo eterno, que habla en el silencio? ¿Entre los que, en el tumulto del tiempo, ya no tienen oídos para la eternidad de Dios? ¿No debemos meditar seriamente en el peligro de que, al final, seamos contados en el número de aquellos de quienes Jesús dijo que no «producen fruto», es decir, que han vivido inútilmente? Pero el fruto crece — así lo dice el Señor — en la paciencia y en la perseverancia de quien se mantiene firme, sople dondequiera el viento del tiempo.
Ser grano de trigo de Dios
No hemos mencionado hasta ahora una sentencia del Evangelio, una afirmación extremadamente dura, que se encuentra entre la parábola y su explicación. Dijo Jesús a los discípulos: «A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan.» Se trata de una aseveración verdaderamente sombría. Según ella, parece como si el sembrador de la palabra hubiera sido enviado, en realidad, para no cosechar nada, para fracasar. Al fondo se perfilan los destinos de los grandes profetas de la antigua alianza, de aquellos testigos de Dios cuya suerte fue, de hecho, el fracaso, la derrota, la inutilidad de su oposición al poder de los poderosos de este mundo, de un Jeremías o de un Isaías, de cuyo libro se ha tomado esta sentencia (6,9). Para entenderla bien es preciso considerar, además del Evangelio de Lucas, el de Juan, donde se lee: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (12,24). En su primer capítulo, Juan describe además a Cristo como la palabra que existía desde el principio y que el mundo no recibió, pero que, «a cuantos le recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios» (1,12).
Cristo mismo es el grano de trigo de Dios, que Dios ha enviado a los sembrados de este mundo. Es la palabra del amor eterno que Dios siembra en la tierra. Es el grano de trigo que debía morir para poder dar fruto. Cuando dentro de unos momentos celebremos todos juntos la eucaristía, tendremos en nuestras manos el pan candeal de Dios: el pan que es Cristo, el Señor mismo, el fruto que ha dado muchas veces cientos por uno desde la muerte del grano de trigo y se ha convertido en pan para el mundo entero. Por eso, el pan de la eucaristía es para nosotros señal de la cruz y, a la vez, señal de la abundante y gozosa cosecha de Dios: en el pasado evoca la cruz, el grano de trigo que murió. Pero también anticipa el futuro, el gran banquete nupcial de Dios, al que acudiremos muchos del Este y del Oeste, del Norte y del Sur (cf. Mt 8,11); más aún, de hecho este banquete nupcial ha comenzado ya aquí, en la celebración de la sagrada eucaristía, donde hombres de todas las razas y de todas las clases pueden ser gozosos comensales de la mesa de Dios.
Lo más hermoso y excelso del servicio sacerdotal es poder ser servidor de este santo banquete, poder transformar y distribuir este pan de la unidad. También para el sacerdote tiene este pan una doble significación. También él deberá recordar en primer término la cruz: al final, también él deberá ser grano de trigo de Dios; no puede contentarse tan sólo con dar palabras y acciones exteriores, debe dar la sangre de sus venas, debe darse a sí mismo. Su destino está unido a Dios. En la epístola hemos escuchado lo que esto significa. Significa múltiples ataques y fracasos exteriores; significa también la angustia interna de no alcanzar el listón de lo debido, el dolor del fracaso, la conciencia de no haber sido auténtico grano de trigo y, lo que es tal vez lo más oprimente, lo más grave de todo: significa la pequeñez de lo hecho frente a la magnitud de lo encomendado. Quien lo sabe, comprenderá por qué el sacerdote dice cada día antes del prefacio: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable a Dios, Padre omnipotente.» Y abandona entonces la fácil palabrería y, en vez de ello, comprenderá en toda su enorme urgencia y atenderá esta llamada a contribuir a soportar la sagrada carga de Dios.
Pero el grano de trigo no se refiere, tampoco en el caso del sacerdote, sólo a la cruz. También para él es una señal de gozo de Dios. Poder ser trigo de Dios y servidor del divino grano de trigo Jesucristo puede llevar la alegría a lo más hondo del corazón del hombre. En medio de su flaqueza se produce el triunfo de la gracia, tal como nos ha dicho la epístola a propósito de Pablo, que, en medio de su debilidad, siente la sobreabundante alegría de Dios. No sin vergüenza experimenta el sacerdote cómo en virtud de su palabra, pobre y débil, pueden sonreír los hombres en el último instante de su vida; cómo por medio de ella encuentran los hombres el sentido en el océano de la insensatez, el sentido a partir del cual pueden vivir; y advierte y siente, con agradecimiento, cómo por medio de su servicio descubren los hombres la gloria de Dios. Experimenta cómo, por su medio, por medio de su debilidad, hace grandes cosas, y le inunda la alegría porque Dios le ha mostrado a él, el más pequeño, tanta misericordia. Y al experimentarlo, adquiere conciencia de que el alegre banquete nupcial de Dios, su cosecha centuplicada, no es sólo futuro y promesa, sino que ha comenzado ya entre nosotros en este pan que él puede transformar y distribuir. Y sabe que poder ser sacerdote es la mayor exigencia y, al mismo tiempo, el máximo don.
Podemos así comprender perfectamente por qué la Iglesia hace recitar al sacerdote, después de la sagrada comunión, la oración que repite cada día, en las horas canónicas, con el salmista de la antigua alianza: «Llegaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42,4, según el texto griego).
Dirijamos nuestra oración a Dios, para que, cuando sea necesario, derrame algo del resplandor de esta alegría en nuestras vidas. Para que conceda a este sacerdote, que hoy se acerca por vez primera al altar de Dios, el resplandor cada vez más puro y más profundo de este gozo. Que le siga iluminando, cuando se acerque por última vez, cuando se acerque al altar de la eternidad, en la que sea Dios la alegría de nuestra vida eterna, de nuestra siempre perdurable juventud. Amén.
Joseph Ratzinger, «Servidor de vuestra alegría» Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal, Capítulo I/VII.