«La mirada hacia el Santísimo puede curarnos del mal, puede purificarnos la vista y hacernos capaces de profecía»
Meditación de Sor María Gloria Riva en ocasión del Jubileo de la Santa Sede
9 de junio de 2025 | Aula Pablo VI – Ciudad del Vaticano
Es un honor para mí que el difunto Santo Padre Francisco haya pensado en mi persona (y con ello en la Orden de las Adoradoras Perpetuas) para este gran evento que involucra al Estado Vaticano y a toda la Curia, ¡pero es un honor aún mayor que el Señor me haya permitido hablar ante usted, Santidad! Nos une la Regla de San Agustín, en la cual fuimos formadas gracias al Venerable Giuseppe Bartolomeo Menochio, nuestro primer Superior. Fuimos aprobadas, además, por un papa León, es decir, el papa León XII, a quien, exactamente hace 200 años, le tocó proclamar y conducir el Jubileo de 1825.
Después de usted, Santidad, deseo saludar y expresar mi gratitud y estima a todos los Eminentísimos Cardenales, a todos los miembros de la Curia Romana y a las autoridades del Estado del Vaticano.
El hilo de la esperanza
Santidad, excelencias aquí presentes, señoras y señores, vivo desde hace diez años en la República de San Marino: el valor de los pequeños Estados, en un mundo globalizado, es hoy sumamente precioso, un valor que no debe desperdiciarse y que debe defenderse con todas las energías posibles. Son estos pequeños Estados los que, con sus tradiciones particulares y antiguas, mantienen viva la esperanza en un mundo que corre el riesgo de perder sus propias raíces históricas. Son ellos, podríamos decir, quienes sostienen firme el hilo de la esperanza. La cita no es casual. Me gustaría centrar su atención en el término bíblico que indica la palabra esperanza: tikvá (הוָקְתִּ), término que tiene como raíz la palabra kav, es decir, "cuerda" o, precisamente, "hilo". Kav sugiere la imagen de una cuerda, no floja, sino tensa entre dos polos. Por tanto, en el hebreo bíblico, tiene esperanza el hombre que, enraizado en su pasado, es capaz de lanzarse hacia el futuro viviendo el presente en tensión.
No perder las raíces, no desconfiar del futuro
¿Cómo podemos hoy, en esta Iglesia nuestra, en este pequeño Estado del que la Iglesia es parte dominante, mantener viva esta tensión entre pasado y futuro? El equilibrio entre pasado y futuro es la gran raíz de la esperanza. Hoy corremos el riesgo de vivir en la nostalgia de un pasado que ya no es, que desemboca en un tradicionalismo a menudo desvinculado del presente, o de correr hacia un futuro que aún no existe, cayendo en un futurismo ilusorio, incapaz de ofrecer soluciones reales a los desafíos del presente. El pasado, en verdad, con sus dolores y glorias, puede representar un gran trampolín para vivir el presente con la debida tensión.
Me viene a la mente, a este respecto, una obra de De Chirico titulada El regreso del hijo pródigo. Giorgio de Chirico, griego por tradición e hijo de nobles italianos, llegó a Italia a los 18 años y se adhirió al movimiento futurista alineado con los intervencionistas de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cuando en 1917 fue hospitalizado en Ferrara, comprendió que ninguna guerra puede ofrecer futuro y esperanza. Por eso pintó, en 1922, a sí mismo como el hijo pródigo, el hombre self-made, el hijo-maniquí de hombros anchos, cuádriceps desarrollados y tobillos estrechos que deja atrás un paisaje mediterráneo y, con él, los dictados de la cultura cristiana de raíz grecolatina, para dirigirse hacia la roja Ferrara, roja en monumentos y vanguardias. Pero, al igual que en la parábola evangélica, ocurrió lo inesperado: el hijo-maniquí experimenta el desconcierto de un padre que, pintado como una estatua griega, desciende de su pedestal para ir a su encuentro. Sí, el pasado se nos acerca con sus interrogantes, no para hacernos sucumbir, sino para relanzarnos en el presente, mirando al futuro con esperanza.
También nosotros, mucho más que el joven De Chirico, vivimos en un mundo apresurado donde el progreso puede ser un gran recurso, pero también un gran peligro. Un mundo en el que las oportunidades derivadas de los medios de comunicación social están modelando nuevas formas de vida sociocultural. ¡Pero atención! Los medios deben verse como medios, y requieren que el usuario no renuncie a sus raíces, que no se lance en una carrera hacia un no-sé-dónde, sino que sepa orientarse bien, porque, como escribió el gran obispo de Hipona: No se corre como se debe si se ignora hacia dónde se debe correr (cf. San Agustín, La perfección de la justicia del hombre 8.19).
Queridos hermanos y hermanas, nosotros no ignoramos hacia dónde debemos correr: la carrera de Juan y Pedro hacia el sepulcro vacío de Cristo (cf. Jn 20,4) es la única carrera que la Iglesia y el mundo pueden recorrer sin temor: es la carrera de quien sabe que la esperanza reside en la verdadera vida, la vida eterna. La eternidad está ante nosotros, ante los creyentes y ante los no creyentes, ante la humanidad entera. Si trabajamos para horizontes cortos y mediocres, trabajamos en vano. Es necesario trabajar para el gran horizonte de la vida que no muere: vivir preguntándonos en cada instante si lo que estamos haciendo nos conecta firmemente a aquella verdad que es caridad y es eternidad (cf. San Agustín, Confesiones, Libro 7,10.16): eso es esperar.
Esperar es afirmar la verdad que respeta la vida desde su concepción hasta su final; que respeta la dignidad de cada persona, más allá de su género, su credo o su nacionalidad; que respeta las costumbres y culturas particulares de cada pueblo, una gran riqueza universal.
¿Qué es, en definitiva, el significado profundo del Jubileo sino ayudarnos a pensar en las cosas últimas? Todos hemos sido tocados por la brevedad de la existencia y todos tenemos el deber de interrogarnos sobre el sentido de nuestra vida. Tales preguntas pueden provocar turbaciones del alma, sensación de inadecuación o de fracaso, pero es precisamente en esos momentos cuando se manifiesta esa pequeña niña sin importancia que, según Charles Péguy, es la esperanza (cf. Charles PÉGUY, El pórtico del misterio de la segunda virtud). Sí, si la fe y la caridad son necesarias para vivir la relación con Dios y con los hombres, la esperanza nos es necesaria para comprender el camino de la historia.
La grandeza de Péguy fue devolvernos al nexo profundo entre esperanza y humildad
Los humildes son los verdaderos fuertes, capaces de mirar la vida —como decía Victor Hugo— no con una mirada acostumbrada, sino con los ojos del asombro (cf. Charles PÉGUY, Verónica. Diálogo de la historia y del alma carnal).
La humildad, además, vence al gran enemigo del hombre, el Maligno, que atenta precisamente contra los lugares donde mayor es la santidad y donde (como en el Estado Vaticano) más abundantemente se ha manifestado el poder de Cristo en quienes se confían a Él. Por tanto, debemos armarnos de humildad para descubrir, con los ojos del asombro, los pequeños pero seguros pasos de la esperanza.


La Eucaristía, sacramento de nuestra esperanza
Nuestra fundadora, la beata María Magdalena de la Encarnación, escribió que las últimas palabras de un hombre santo son las más importantes de recordar; las que fundan la esperanza de quienes permanecen. Así, las últimas palabras de Cristo fueron las de la Última Cena. Él vinculó la fe en el Padre y la esperanza de la vida eterna a la caridad entre nosotros. La esperanza, por tanto, está íntimamente conectada al gran anhelo de Jesús: que todos sean uno.
La Eucaristía es viático de esperanza para la vida eterna y enlaza maravillosamente pasado, presente y futuro. Sabemos además que en la Eucaristía se significa y se produce la unidad de todos los hombres. Sin embargo, conocer esto no basta, es necesario creerlo y afirmarlo con toda la propia existencia de hombres y mujeres de paz y unidad. No siempre es fácil, además de los conflictos derivados de nuestras diferencias, debemos resolver también los conflictos personales e interiores. ¿Cómo, entonces, vencer en nosotros la mirada acostumbrada y madurar esa mirada humilde del asombro?
En un tiempo de gran tribulación (el napoleónico, con el secuestro de Pío VII y la devastación de la Curia romana), Jesús indicó a nuestra fundadora la ciudad de Roma como el lugar para iniciar su obra. El Papa, entonces residente en el Quirinal, comprendió la importancia de esta fundación y quiso que nuestro primer monasterio estuviera justo al lado de él. Y aunque Madre María Magdalena, exiliada en Florencia, habría podido comenzar allí su fundación, Jesús quiso que desde Roma, desde el centro de la cristiandad, surgiera esa gran invitación a fijar la mirada adorante en la Eucaristía y, desde allí, obtener fuerzas, oraciones e iluminaciones para guiar a la humanidad y a la Iglesia, como diría san Agustín, entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios (San Agustín, La ciudad de Dios, XVIII, 51, 2: PL 41, 614).
La mirada hacia el Santísimo, como la mirada hacia la antigua serpiente de bronce, puede curarnos del mal, puede purificarnos la vista y hacernos capaces de profecía. No debemos temer, tenemos en Dios un gran aliado. Él nos ama con amor eterno y siempre tendrá piedad de nosotros (cf. Jer 31,3). Lo que debemos hacer es dejarnos moldear por Él y poner en práctica, en el tiempo, las iluminaciones que el Espíritu Santo nos ofrece precisamente a través de la Eucaristía y de la Virgen María, signo de esperanza segura.
El signo de esperanza segura
Una cita que se abusa frecuentemente es la de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski: la belleza salvará al mundo. Cita incorrecta, porque el príncipe Myshkin, en la célebre novela rusa El idiota, pronuncia en realidad una interrogación dramática: ¿Qué belleza salvará al mundo? El Príncipe, en efecto, se encuentra ante el Cristo muerto de Holbein, una obra terrible donde Jesús, pintado a tamaño natural, muestra un rostro con ojos hundidos y extremidades que ya presentan signos de necrosis. Por tanto, la pregunta es seria. ¿Qué belleza nos salvará? ¿La belleza de la cruz salvará al mundo? ¿La belleza de la derrota?
Sí, la cruz aún puede salvarnos, una cruz aceptada y ofrecida. Hemos vivido años difíciles entre escándalos y polémicas, pero en este gran signo aún podemos vencer. Esta gran belleza perdedora, nos salvará. La esperanza surge allí donde las lágrimas del dolor y del arrepentimiento fecundan el alma en la humildad y en la novedad de vida.
Otro gran aliado: el signo de María
Tenemos también otra gran aliada, la Reina de la belleza: la Virgen María. Les dejo por tanto con una última imagen, la de la Madonna de Port Lligat, pintada por Salvador Dalí después de la explosión de la bomba atómica. Símbolo de la tragedia que una ciencia y una técnica desligadas de la ética podrían provocarnos.
Una representación de la Virgen María con el rostro de su esposa Gala, motivo de gran consuelo para el artista. En la pintura se ven por todas partes signos de ruina: el arco bajo el cual está María es antiguo pero totalmente roto; así nuestras Instituciones, antiguas pero a menudo marcadas por el deterioro. Un pez, símbolo cristológico, yace muerto en el banco, y las montañas están suspendidas sobre el agua. Sin embargo, al mismo tiempo, el artista disemina la obra de signos de renacimiento, como el huevo en medio del arco, ángeles con manos extendidas y mujeres (similares a la Virgen María) embarazadas.
El artista, en ese breve momento de acercamiento a la fe, quiso afirmar que María nos custodia en nuestros fracasos y en nuestras potencialidades, como custodia al Niño que lleva en su regazo. Las entrañas misericordiosas de María y del Divino Infante están representadas por recuadros abiertos como Puertas jubilares de esperanza. Si en el centro de las entrañas de María está Jesús, en el centro de las entrañas del Divino Infante está el Pan Eucarístico. Mirando ese Pan, Cristo sostiene como suspendidas entre sus manos dos cosas: el universo y la palabra: la sabiduría humana y la sabiduría divina.
Así Jesús nos educa a reencontrar los caminos de la esperanza: fijando ante todo la mirada en el Pan Eucarístico, obteniendo fuerza del pasado para interpretar el presente de manera original y apostar por el futuro, y finalmente, confiando en la ayuda diligente de María, Salus Populi Romani, Ianua Coeli, puerta de esperanza y de Consolación.
Sí, María, Madre de la Consolación y de la Esperanza, ruega por nosotros.