La lucha imprescindible para alcanzar la perfección

Queriendo, como quieres, alcanzar las cumbres de la perfección y acercarte a Dios hasta llegar a ser un mismo espíritu con él.

Los cuatro supuestos para esa lucha.

Queriendo, como quieres, alcanzar las cumbres de la perfección y acercarte a Dios hasta llegar a ser un mismo espíritu con él (1Cor 6,17), Has de saber que esta es la empresa mayor y más noble que imaginarse pueda. Por eso se impone de entrada explicar en qué consiste la verdadera vida espiritual.

Sin pensarlo demasiado, son muchos los que colocan la perfección en:

  • el rigor de la vida,
  • en la mortificación de la carne,
  • en el uso de los cilicios y disciplinas,
  • en las largas vigilias,
  • en los ayunos,
  • y en austeridades y fatigas corporales semejantes.

Otros, especialmente entre las mujeres, creen adelantar mucho:

  • cuando recitan muchas oraciones,
  • o cuando oyen muchas misas o acuden a la recitación de salmos,
  • o cuando se les ve mucho por la Iglesia,
  • o comulgan muy a menudo.

Y otros —que son muchos, y algunos viven incluso en el convento y visten hábito religioso—, en fin, están muy convencidos de que la perfección consiste esencialmente en:

  • asistir al coro,
  • guardar silencio
  • mantenerse en soledad 
  • y guardar la regla.

Todos ellos están convencidos de que la perfección se apoya en esas o parecidas acciones. ¡Y no es verdad! Tales acciones son un medio para lograr el espíritu de perfección o bien son un fruto de él. Por eso no puede afirmarse que sólo en ellas consista la perfección y el verdadero espíritu.

Medio, y muy poderoso, para lograr el espíritu de perfección lo son sin duda para aquellos que saben usarlas con tino y discreción, para proveerse de brío y de fuerza contra la propia malicia y fragilidad, para armarse contra los ataques y engaños del enemigo, para lograr las ayudas espirituales necesarias a todos los siervos de Dios y muy especialmente a los principiantes.Y son fruto del espíritu en aquellas personas, realmente espirituales, que castigan su cuerpo por haber ofendido al Creador, o porque quieren mantenerlo
humilde y sometido a su servicio; que guardan silencio o se refugian en la soledad a fin de evitar cualquier ofensa del Señor, por pequeña que sea, y lograr ser ciudadanos del cielo (Flp 3,20); que atienden al culto divino y se dan a las obras de piedad; que oran y meditan la vida y la pasión de nuestro Señor, no por
curiosidad o gusto sensible, sino con la intención de ir conociendo mejor la propia malicia y la misericordiosa bondad de Dios, para inflamarse cada vez más en el amor a él y en el desprecio de sí mismo, bien cargada la cruz sobre la espalda y siguiendo abnegadamente al Hijo de Dios; que frecuentan los sacramentos para mayor gloria de Dios, tratando de unirse más estrechamente a él y reponiendo nuevas fuerzas contra los enemigos.

Mas para esos otros que ponen en las obras exteriores todo su fundamento, pueden esas volverse hasta ocasión de ruina, más incluso que los mismos pecados; y no por defecto de las cosas en sí (que son muy santas), sino por defecto de quien se vale de ellas. Pues sucede que, muy aplicados a ellas, llegan
a abandonar el corazón a las malas inclinaciones y al demonio agazapado, quien, viéndolos ya fuera del buen camino, no sólo los deja continuar a gusto en esa actividad, sino también haciéndolos retozar con su superficial pensamiento por las delicias del paraíso, llegando a convencerse de que están allí, volando entre los coros de los ángeles y llevando a Dios dentro de sí. Absortos entonces en unas meditaciones llenas de elevados, curiosos y placenteros puntos, olvidados del mundo y de las criaturas, les parece estar arrebatados en el tercer cielo.

Para descubrir en qué red de errores se encuentran envueltos y cuán alejados de la perfección que andamos buscando, basta con asomarse a su vida y costumbres: en cualquier situación, grande o pequeña, desean ser preferidos a los demás y aventajarlos en todo, inamovibles en su opinión y obstinados en su voluntad. Ciegos para sus propios hechos y palabras, son sagaces y diligentes observadores y criticadores de los ajenos. Y si llegas a tocarlos, por poco que sea, en un punto de su vana estima, en la que se tienen y quieren ser tenidos, y estorbarlos en aquellas devociones a las que están entregados, se alteran y desazonan muchísimo. Y si es Dios quien, para conducirlos al verdadero conocimiento de sí mismos y situarlos en el camino de la perfección, les manda aflicciones o enfermedades o permite persecuciones y acosos (que, al quererlas o permitirlas él, no acaecen nunca sin su voluntad y que son como la piedra de toque de la lealtad de sus servidores), entonces es cuando queda al descubierto su falso fondo y su interior gastado y corrompido por la soberbia. En todo acontecimiento, triste o alegre, no hay modo de que se resignen y se humillen bajo la mano de Dios, plegándose a sus justos y secretos juicios (Rom 11,33). Ni
siquiera ante el ejemplo de su Hijo, que se humilló y aceptó padecer (Flp 2,8), acaban de someterse a las criaturas considerando amigos a los perseguidores, que no son, en realidad, sino instrumentos de la bondad divina y cooperan a su mortificación, perfección y salvación.

Sin ninguna duda, se encuentran en un grave peligro: teniendo empañado el ojo interior y contemplándose con él a sí mismos y a sus buenas obras exteriores, se atribuyen grados y grados de perfección; y así ensoberbecidos, se dedican a juzgar a los demás. No hay ya quien los convierta, si no es una ayuda extraordinaria de Dios. Por eso es más fácil que se convierta al bien un pecador público, que el que se tapa y se oculta bajo el manto de aparentes virtudes. 

Ahora ya puedes entender que, como te he dicho antes, la vida espiritual no consiste en esas cosas.
La vida espiritual, efectivamente, no consiste sino:

  • en el conocimiento de la bondad y grandeza de Dios y de nuestra nada einclinación al mal;
  • en el amor a él y en el desprecio de nosotros mismos;
  • en nuestro sometimiento no sólo a él, sino a toda criatura por su amor;
  • en la renuncia a todo querer nuestro y en la total entrega a su voluntad;
  • y en querer y hacer todo eso por pura gloria suya, con el único deseo de agradarle, y porque él así quiere y merece ser amado y servido.

Esta es la ley de amor impresa por la mano del Señor en los corazones de sus fieles servidores. Esta es la renuncia de nosotros mismos que él nos pide (Lc 9, 23). Este es el yugo llevadero y su carga ligera (Mt 11, 30). Esta es la obediencia a la que nos llama con su ejemplo y con su palabra nuestro Redentor y Maestro.
Y puesto que, al aspirar a tan alta perfección, habrás de hacerte continua violencia para arrancar generosamente y eliminar todos tus antojos, pequeños o grandes, es necesario que te prepares con prontitud para la batalla, pues el premio no se concede sino a los que combaten valerosamente. Y si esta batalla es más difícil que cualquier otra batalla (puesto que, al combatir contra nosotros mismos, somos por nosotros mismos combatidos), al fin la victoria será la más gloriosa y la más agradable a Dios.
Si te decides a hollar y dar muerte a todos tus apetitos desordenados así como a tus caprichos y veleidades, por pequeños que sean, darás mayor placer a Dios y le rendirás mejor servicio que si, manteniendo voluntariamente vivos algunos de ellos, te disciplinases a sangre, ayunaras más que los antiguos ermitaños y anacoretas o convirtieras al bien a miles de almas.

Aunque el Señor aprecia más la conversión de las almas que la mortificación de un capricho, con todo, tú no has de querer ni hacer sino lo que el Señor mismo te pide y quiere exactamente de ti. Y, sin duda, él se complace más en que te esfuerces y apliques a mortificar tus pasiones, que en que le sirvas, aun en cosas de gran importancia, si mantienes viva en ti, voluntariamente y a sabiendas, una de esas pasiones.
Y ahora que ya sabes en qué consiste la perfección cristiana y que para conseguirla es preciso emprender una dura y continua lucha contra ti mismo, debes proveerte de cuatro cosas, como de armas imprescindibles y seguras, para alcanzar la palma y salir triunfante en este espiritual combate:

Ellas son:

  • la desconfianza de nosotros mismos,
  • la confianza en Dios
  • el ejercicio,
  • y la oración.

De todas ellas vamos a tratar ahora con la ayuda de Dios y con la mayor brevedad posible.

Capítulo 1 del libro «El combate espiritual» de Lorenzo Scúpoli


Foto de Fabrice Villard en Unsplash

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