Después de mirar y volver a mirarse a sí mismo y lo que uno encuentra en torno a sí, tomo el Evangelio, voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador
San Alberto Hurtado: «Un cristianismo que tome todo el hombre»
Extracto de un texto más largo llamado “Elementos de vida espiritual”, redactado por el Padre Hurtado en París, en noviembre de 1947:
Al comparar el Evangelio con la vida de la mayor parte de nosotros, los cristianos, se siente un malestar… La mayor parte de nosotros ha olvidado que somos la sal de la tierra, la luz del mundo, la levadura de la masa… (Mt 5,13-15). El soplo del Espíritu no anima a muchos cristianos; un espíritu de mediocridad nos consume. Hay entre nosotros activos, y más que activos, más aún, agitados, pero las causas que nos consumen no son la causa del cristianismo.
Después de mirar y volver a mirarse a sí mismo y lo que uno encuentra en torno a sí, tomo el Evangelio, voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador; un cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica toda la vida, agota toda actividad. Es como un río de lava ardiendo, incandescente, que sale del fondo mismo de la religión.
En nuestro tiempo, se hace de la Religión una formalidad mundana, un sentimentalismo piadoso, una policía pacífica: “No romper nada, ¡¡no permitir que nadie rompa nada!!”. Así se podría expresar este cristianismo de buen tono, negativo, vacío de pasión, vacío de sustancia, vacío de Cristo, vacío de Dios. Un cristiano sin fuego y sin amor, de gente tranquila, de personas satisfechas, de hombres temerosos, o de los que gozan con mandar y desean ser obedecidos. Un cristianismo así no hace falta.
Pero, felizmente, se encuentran en todas partes grupitos de cristianos que han comprendido el sentido del Evangelio. Jóvenes deseosos de servir a sus hermanos; sacerdotes que llevan abierta la herida que no cesa de sangrar al ver tanto dolor, tanta injusticia, tanta miseria; hombres y mujeres que nos prolongan la presencia de Cristo entre nosotros, bajo una sotana, un uniforme de trabajo, o un traje de fiesta. Son luminosos como Cristo, y bienhechores como Él. Cristo está en ellos, y esto nos basta. No podemos menos de amarlos, nos tomamos de su mano y por ellos entramos en ese Cuerpo inmenso que anima el Espíritu.
Estos son los cristianos verdaderos, aquellos en los cuales Cristo ha entrado a fondo, ha tomado todo en ellos, ha transformado toda su vida; un cristianismo que los ha transfigurado, que se comunica, que ilumina. Son el consuelo del mundo. Son la Buena Nueva permanentemente anunciada. Todo predica en ellos: la palabra, sin duda, pero también la sonrisa y la bondad, y la mano tendida, la resignación, la ausencia total de ambición, la alegría constante.
Van siempre adelante, rotos quizás en su interior, abrazándose serenamente a las dificultades, olvidados de sí mismos, entregados… Nada los detiene: ni el menosprecio de los grandes, ni la oposición sistemática de los poderosos, ni la pobreza, ni la enfermedad, ni las burlas. ¡¡¡Aman y eso les basta!!! Tienen fe, esperan. En medio de sus dolores, son los felices del mundo. Su corazón, dilatado hasta el infinito, se alimenta de Dios.
Son la Iglesia naciente entre nosotros. Son Cristo viviente entre nosotros y de Él les viene su nobleza, de Él, al cual se han entregado al entregarse a sus hermanos desgraciados. El haber comprendido que los otros eran también hijos de Dios, hermanos de Cristo, eso los ha hecho crecer. Entre ellos, Dios, Cristo y los otros, hay ahora un vínculo definitivo. Ellos comprenden que su misión es ser el puente hacia el Padre, puente para todos. Todos juntamente, todos los hijos del Padre, llevados por el Hijo Jesucristo, todos por Él llegando al Padre, y esto mediante nuestra acción, la de cada uno de nosotros. Toda la humanidad trabajando en esta obra, ayudados por los militantes de ayer, que en la tarde de su trabajo recibieron ya su recompensa.
¿Cómo puede ser que no vivamos más en esta perspectiva? Al sabernos consagrados a Dios, no podemos seguir viviendo inclinados sobre nosotros mismos, ni sobre nuestros méritos, ni siquiera sobre nuestros pecados… sino en imitar al Salvador, enérgico y dulce, que “amó a los hombres hasta el extremo” (Jn 13,1).
Una condición Una condición para que el cristianismo tome todas nuestras vidas es conocer íntimamente a Cristo, su mensaje, y conocer a los hombres de nuestro tiempo a los cuales va este mensaje.
Pocos apóstoles, sacerdotes o seglares, están preparados para el apostolado moderno. La acción no penetra, se queda en la superficie. ¿Quién no ha sentido en su interior deseos ardientes que, al comunicarlos a otros, no producen en ellos sino resultados superficiales? Nuestros pensamientos más claros no encuentran fácilmente el camino de la inteligencia, ni el del corazón, para llegar a los demás.
Predicamos una doctrina segura. Repetimos el Evangelio, los Padres, Santo Tomás, las Encíclicas… sin embargo, el contacto es superficial, nuestro dinamismo no ha movido a los que queríamos mover.
Más aún, si vamos a los que parecen los grandes conductores de hombres, a los que han tenido éxito en su acción social o cívica, a los que han logrado poner un poco más de justicia y de felicidad en el mundo, si a éstos les preguntamos si están contentos de su acción, nos responderán que se dan perfectamente cuenta que no tocan el problema sino en su superficie, que la sociedad siempre escapa de toda acción moralizadora y más aún santificadora. Se necesitaría genios y santos para remediar a los males tan hondos… ¡¡y estos deberían ser perseverantes!!
Cuando un apóstol parte demasiado pronto para la acción o cesa en su trabajo de formación, sufre las consecuencias. Uno queda en la acción apostólica al nivel de su verdadero valer. Sólo el santo santifica; sólo la luz alumbra; sólo el amor calienta. Ordinariamente, frente al apóstol, grupitos fáciles se dejan penetrar por su acción: niños, religiosas, almas piadosas… Ante los hombres sobre todo, están como desarmados, no teniendo para ellos sino fórmulas hechas, abstractas o gastadas, sacadas de manuales… Aun de las encíclicas, no saben servirse, porque no conocen el ambiente en que ellas se aplican.
Muchos apóstoles de hoy fallan por haber partido demasiado pronto, o haberse contentado demasiado luego con lo que tenían de ciencia, de experiencia, de virtud. Demasiado pronto se sintieron completos. Laicos… quedaron militantes mediocres, sin verdadera formación. Sacerdotes, indefinidamente fuera de la vida, fuera de lo real, inadaptados o mal comprendidos, repitiendo siempre los mismos clichés, ante una clientela demasiado fácil, mientras la inmensa masa sigue ignorando aun que hay Dios, y que Cristo ha venido… sin que haya quién les recuerde a los poderosos, a los superiores, como a los humildes, sus deberes, ni quién señale el camino en los momentos críticos.
Conocer, con el conocimiento de Sabiduría, que es más rico, más profundo que el de la simple ciencia; conocer a los hombres y amarlos apasionadamente como hermanos de Cristo e hijos de Dios; conocer nuestra sociedad enferma, como lo hace el médico para auscultarla. ¿Cuántos son los que se dan tiempo para estudiar la trama compleja de nuestra vida social, de sus corrientes intelectuales, de sus engranajes económicos, de sus imperios legales, de sus tendencias políticas? Para obrar con prudencia hay que conocer. El precio de nuestra conquista tiene que ser poner en acción todas nuestras energías para colaborar con la gracia.
Conocimiento hondo de Cristo. La teología en píldoras de tesis no puede bastar. La sabiduría se impone. La mirada del humilde que se acerca a fuerza de pureza a la mirada de Dios; la mirada del contemplativo sobre Cristo, en quien todo se resume, esperanza de nuestra salvación. El apóstol debe integrar su acción en el plan de Cristo sobre nuestro tiempo; conocer bien a Cristo y conocer bien nuestro tiempo para acercarlos con amor. Ahí está todo (esto supone esa inmensa humildad que es la que dispone para recibir las gracias de lo alto).
Espiritualidad sana que no consiste sólo en prácticas piadosas, ni en sentimentalismos, sino de los que se dejan tomar enteros por Cristo que llena sus vidas. Espiritualidad que se alimenta de honda contemplación, en la cual aprende a conocer y amar a Dios y a sus hermanos, los hombres del propio tiempo. Esta espiritualidad es la que hará de la Iglesia la levadura del mundo.
San Alberto Hurtado S.J.
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