Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han enriquecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro.
Mi Cristo roto
A mi Cristo roto, lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos españoles. La última vez, fui en compañía de un buen amigo mío. Al Cristo, ¡Qué elección! Se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil rastro que es la Vida.
Pero aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista, es más fácil encontrar ahí al Cristo, ¡Pero mucho más caro!, es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han enriquecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro.
Visitamos únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la tercera o cuarta.
– Ehhmm ¿Quiere algo padre?
– Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.
De pronto… frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz, iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia, me encadenó a Él, no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo, ¡Dominé mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos… no. Debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…
– Ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre, fíjese que espléndida talla, qué buena factura…
– ¡Pero… está tan rota, tan mutilada!
– No tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador, amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo! Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos, pero… no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero.
Insistí, dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba separarse de Él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
– Tenga padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada, 3.000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya! El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo…
Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía! Y me acordé de Judas… ¿No era aquella también una compraventa de Cristo? ¡Pero cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en él y en nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.
Bien… cedimos los dos… lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de Aracena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de guerra.
Apreté a mi Cristo con cariño… y salí con Él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré solo, cara a cara con mi Cristo. Qué ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me decidí a preguntarle:
– Cristo, ¡¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¡¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si te viera en mis manos?… ¿Se arrepintió?
– ¡CÁLLATE!
Me cortó una voz tajante.
– ¡CÁLLATE, preguntas demasiado! ¡¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?! ¡CÁLLATE! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, Yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos los hombres. ¿Qué es mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo. ¡Ohh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.
Yo contesté:
– No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo que quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?
– ¡NO, NO ME GUSTA!
Contestó el Cristo, seca y duramente.
– ¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!
Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso.
– ¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHÍBO! ¡¿LO OYES?!
– Si Señor, te lo prometo, no te restauraré.
– Gracias.
Me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme confianza.
– ¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me duele?
– Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes. Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. ¡Esos besos me repugnan, me dan asco!, Los tolero forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte. Un Cristo bello, puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso cristianismo. Por eso ¡Debieran tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada iglesia, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos los hombres! Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.
– Sí señor, te lo prometo. (Contesté)
Y un beso sobre su único pie astillado, fue la firma de mi promesa.
Desde hoy… viviré con un Cristo roto.
Escrito por P. Ramón Cué, sj
Foto de James Coleman en Unsplash